• 16 de octubre de 2025 08:55

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La Grieta Silenciosa: La Salud Mental en la Falla del Sistema

Cuando el suelo de una comunidad se agrieta con la violencia y el abandono, la primera reacción es mirar con horror el abismo que se abre. La tragedia ocurrida en el CCH Sur, que arrebató la vida de un joven y dejó a otro en el umbral de la desesperación, es una de esas grietas que exponen las fallas estructurales que preferimos no ver.

Más allá de la sorpresa y la cobertura mediática que inevitablemente se desvanecerá, este evento no puede ser despachado como un «caso aislado» o la inexplicable locura de un individuo. Hacerlo sería un acto de profunda irresponsabilidad. Lo que sucedió en los pasillos de una de las instituciones educativas más importantes del país no es un rayo en un día despejado; es el estruendo del trueno tras una larga y silenciosa tormenta.

Esta tragedia es un síntoma. Es el doloroso recordatorio de una crisis que hemos normalizado: el abandono de la salud mental en los espacios que deberían ser, por definición, los más seguros. Hoy, la pregunta urgente no debe centrarse en los detalles macabros, sino en el ensordecedor silencio institucional que permitió que el sufrimiento de un estudiante se convirtiera en catástrofe.

Resulta ineludible cuestionar a la máxima casa de estudios. En su búsqueda de la excelencia académica, parece haber olvidado que sus aulas están llenas de seres humanos, no de cifras de rendimiento. ¿De qué sirven los rankings y el prestigio si la comunidad estudiantil se siente sola y desamparada? La falta de psicólogos, los protocolos de atención insuficientes y una cultura que estigmatiza la vulnerabilidad no son casualidad; son el resultado de una negligencia institucionalizada. El sistema falló en detectar las señales, falló en proveer ayuda y, finalmente, falló en proteger la vida.

Esta negligencia está incrustada en el propio ADN del modelo educativo. Un sistema basado en la competencia feroz, la presión asfixiante por las calificaciones y la preparación para un futuro laboral incierto, ignora por completo la formación de individuos resilientes. En lugar de enseñar a gestionar la frustración, a cooperar o a entender la propia salud emocional, se premia a quien resiste en silencio, perpetuando la idea de que el éxito académico bien vale el sacrificio del bienestar personal.

Pero este silencio no es exclusivo de la universidad. Es el espejo de una sociedad que ha decidido darle la espalda a la salud mental. Se apunta a los padres, a los maestros, a los amigos, pero la inacción es generalizada. Resulta desolador que en la era de la hiperconexión, un joven pueda anunciar una tragedia en redes sociales sin que se active ninguna alarma efectiva.

Las cifras confirman la magnitud del abandono. Con casi 9 mil suicidios registrados oficialmente en 2024 según el INEGI —y una cifra negra seguramente mayor—, México se ha convertido en un país donde para demasiados jóvenes la muerte parece una salida más viable que la vida. Se admite que los problemas de salud mental son multifactoriales, una compleja red de causas y circunstancias. Sin embargo, usamos esa complejidad como excusa para la parálisis. Reconocer la dificultad no puede ser sinónimo de justificar la inacción.

Esta parálisis social se nutre de la tóxica cultura del «échale ganas», esa frase simplista que deposita toda la responsabilidad en el individuo. Tratar la depresión o la ansiedad como una falla de voluntad es absurdo. La salud mental no es una opinión ni un estado de ánimo pasajero; es una condición de salud pública que requiere diagnóstico, tratamiento y, sobre todo, una red de apoyo comunitaria y profesional que vaya más allá de los consejos vacíos.

La impotencia y la frustración deben transformarse en una exigencia clara y contundente. No basta con desear un México mejor; hay que demandarlo. Exigimos un aumento radical al presupuesto para salud mental en todos los niveles educativos. Exigimos la contratación masiva de psicólogos en escuelas y universidades públicas, y la creación de protocolos de detección temprana que sean accesibles y funcionales. Exigimos que la salud emocional se integre como un pilar fundamental en los planes de estudio, dejando de tratarla como un lujo.

Nadie merece llegar a un punto —y menos en la juventud— donde la única opción percibida sea acabar con la propia vida o la de alguien más. No podemos seguir lamentando las grietas cuando se abren. La salud mental debe dejar de ser un tema secundario en la agenda pública para convertirse en una prioridad absoluta. Es una cuestión de justicia, de empatía y, fundamentalmente, de supervivencia.

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